Imagínate una discusión de un adolescente con su padre. La discusión poco a poco se va enconando y, en un momento dado, el joven comienza a gritar. Entonces el padre responde con más gritos. Y el adolescente se va a su cuarto, regalando a su padre antes de irse un sonoro portazo. Supongamos que en los últimos meses estas discusiones se han repetido bastantes veces y que en esta ocasión el padre se queda especialmente afectado. Siente una culpabilidad muy grande que va apareciendo por oleadas en sus pensamientos: «He vuelto a gritarle. No debería haberlo hecho. ¿Qué clase de padre soy? ¿Qué pensará mi hijo de mí? ¿Qué habrá pensado el resto de la familia? ¿Qué estoy haciendo mal?». Y al pasar un rato, el padre se puede preguntar, tal vez sin formularlo de esta manera, «¿qué hago con tanta culpa?». La pregunta, formulada de otra forma, es la que planteamos en este artículo: «¿Para qué sirve la culpa?».
Una posible respuesta a esta pregunta sería que no sirve para nada. Y, por tanto, lo mejor es enterrar esos sentimientos de culpa que nos agobian. Se trataría de intentar relegar al olvido esa culpa pensando que tal vez el tiempo curará las heridas. Pero, de alguna forma, sabemos que enterrar culpas en el sótano del alma no es la mejor solución. Sabemos también que enfangarnos en la culpa en una actitud derrotista tampoco nos ayuda. «El tema de la culpa da mucho que pensar. Cuando el sentimiento de culpa emerge habría que preguntarse qué es lo que hay detrás. Sentir culpa por haber hecho daño a una persona concreta es algo estupendo, pues nos permite acercarnos a evaluar el estado de esa relación. Pero si la culpa nace de haber roto una imagen ideal de uno mismo entonces hablamos de culpabilidad. La culpa es sana porque aparece en relación con las personas. La culpabilidad es insana porque aparece en relación con las ideas. El ser humano existe para el encuentro y solo otro ser humano es un proyecto digno de otro ser humano. No estamos hechos para vivir en relación con ideas» (José Víctor Orón, Conoce lo que sientes p. 146). El tema de la culpa da mucho que pensar En la propuesta de AeC creemos que la culpabilidad no nos ayuda, pero, sin embargo, la culpa es algo estupendo para el crecimiento personal y la mejora de las relaciones interpersonales. Y a la pregunta «¿para qué sirve la culpa?», proponemos una respuesta en dos pasos: primero, partiendo de la realidad vivida, la aprovechamos para crecer en el conocimiento de uno mismo. Y, en un segundo momento, planteamos una toma de decisiones que promueva el encuentro.
Veámoslo volviendo a la escena inicial del padre que acaba de discutir con su hijo. En un primer momento, se podría proponer al padre una serie de preguntas que no pretenden enfrentarle a un «padre-ideal», lo cual le centraría en una culpabilidad. Las preguntas buscan que la persona acepte el «padre-real» que es y que el punto de partida sea la culpa vivida en relación con su hijo: ¿Qué ha pasado? ¿Por qué me siento culpable? ¿Qué dice de mí esa culpa? ¿Qué otros sentimientos surgen junto con la culpa? ¿Cómo ha sido la relación con mi hijo? ¿Cómo está siendo la relación con mi hijo? ¿Quién soy yo en relación con mi hijo? Estas preguntas y muchas más pueden ir ayudando a la persona a entrar en su interioridad. Y allí pueden comenzar a brillar aspectos que hablan de lo humano que esa culpa esconde. Detrás de esta culpa, por ejemplo, el padre puede descubrir que su hijo no le resulta indiferente, que le importa, que quiere encontrarse con él.
Desde estos descubrimientos interiores, en AeC planteamos, en un segundo momento, la toma de decisiones. Se abren nuevas preguntas: ¿Quién me gustaría ser en relación con mi hijo? ¿Cómo esta situación de culpa se puede convertir en palanca para mejorar la relación con mi hijo? ¿Qué puedo hacer para «usar» la culpa para crecer en el encuentro? ¿Cómo podemos ayudarnos a crecer? El padre se puede plantear muchas preguntas. Y desde este punto se pueden plantear muchas acciones. Podría llamar a la puerta de su hijo interesándose por su situación. También podría dejar pasar un tiempo, pero sabiendo que cuando pase un rato buscará el encuentro con él. Podría comentarle cómo se ha sentido; podría desde el diálogo con él, intentar abrir el foco y percibir lo que les pasa con una amplitud mayor. También podría pedirle perdón, pedir ayuda a su hijo. Se pueden hacer muchas cosas para promover el encuentro. El camino que propone AeC puede ser doloroso y largo. Todos tenemos una historia personal de luces y sombras y muchas veces el encuentro de intimidad a intimidad puede ser complicado. Pero sabemos que este camino de «usar» la culpa y no «sobrevolarla» es justamente el que dispara nuestro crecimiento personal y abre nuevos espacios de encuentro interpersonal. Siguiendo con el ejemplo del padre y el hijo. Imaginemos que al día siguiente padre e hijo vuelven a discutir de nuevo y que ese sentimiento de culpa vuelve a aparecer. ¿Qué proponemos hacer con la culpa que vuelve a emerger? Nuevamente podremos utilizarla para lo que sirve: para conocerme mejor y mejorar las relaciones con los demás. Y de nuevo vendrán las preguntas y la búsqueda de lo bueno que esconde la situación y la toma de decisiones desde la interioridad. Y puede que este proceso haya que hacerlo una y otra vez. ¡Tal vez habrá que repetir el proceso hasta setenta veces siete! Como hemos ido viendo, la pregunta «¿para qué sirve la culpa?» en AeC la reformulamos de esta manera: «¿Cómo la culpa me puede ayudar a crecer en el encuentro con los demás?». Sabemos que esta pregunta nunca va a quedar respondida del todo. La culpa, como el dolor, nos va a acompañar toda la vida. Y, en realidad, lo importante es que la pregunta anide en nosotros y se quede dentro siempre abierta. Ojalá que fruto de esta lectura la pregunta se quede contigo y no te abandone.